Un estudio realizado por Adimark GFK/Elige Educar, nos dice que los jóvenes entre 18 y 24 años, y las personas pertenecientes al grupo socioeconómico alto (ABC1) son quienes menos valoran en Chile la profesión docente. Mala señal si pensamos que es en dicha edad cuando los jóvenes están tomando sus decisiones para estudiar una profesión, poco se puede hacer aún con incentivos económicos para que se opte por las pedagogías; peor ocurre cuando mientras más alto es el nivel socioeconómico de las personas, menor aprecio se tiene por los profesores y porque es en este grupo donde se concentran los distintos liderazgos.

Pueden hacerse muchas lecturas de los números, estos se interpretan. Una puede ser la mía: existe una valoración materialista, economicista, de cuanto son capaces de comprar con los ingresos que se espera obtener para apreciar el valor social de una profesión hoy. Esto repercute en las decisiones de los jóvenes y sus familias, pero también en el valor estratégico que tiene el rol docente en la sociedad actual. La relación directa entre los ingresos económicos de las personas y el aprecio por la labor del profesor, carcome el ethos cultural de la profesión, pero también la autoridad que éste debe tener ante todos sus alumnos como facilitador, transmisor o depositario del conocimiento y de la cultura.

Indudablemente que el diseño que se desprende de la sociedad de mercado dominante genera consecuencias de esta naturaleza, que impactan y configuran la vida de las personas. En este caso, de quienes nos dedicamos a la educación y especialmente, de quienes desarrollan dicha labor en las salas de clases. Sin embargo, la responsabilidad no es totalmente externa, sino que ha existido un relajamiento ante las evidencias de que la falta de valoración social de los docentes en nuestro país, carece de un correlato de reacción desde los propios docentes, ya sea individualmente o como colectivo pertenecientes a una profesión relevante para el desarrollo económico, social y cultural de nuestro país. En efecto, se han dejado pasar muchas anomalías al sistema y se ha dicho poco o nada o no se reacciona con la energía que se debiera, una de ellas, ha sido la propia formación docente. La existencia de modalidades laxas que rayan en la irresponsabilidad y de cuya permanencia suelen ser los propios docentes los favorecedores.

Pero también creo que existen muchas conductas de quienes hoy se desempeñan en las escuelas y liceos de nuestro país como profesionales de la educación y que son poco rigurosos con su rol y que con ello terminan alimentado la carencia de valoración social de todos los docentes, sea donde se desempeñen. Así, un profesor no puede ser ministro de su cartera, porque son los propios profesores quienes no le otorgan “autoridad”; el profesor no es la voz más autorizada en las conversaciones sobre educación por que rara vez tiene argumentos sólidos, técnicos, fundados en evidencias, sobre las particularidades de su propia profesión; otras veces ocurre que producto de las exigencias sociales de la enseñanza actual se requieren comportamientos consecuentes entre lo que dice en la sala de clases y en la escuela con lo que hace en la calle u otros ámbitos de actuación social, incluso con sus comportamientos que se vinculan sin discusión alguna, al ámbito de la vida privada.

La sociedad actual ha invalidado el viejo adagio de que eran compatibles o podían convivir “las virtudes públicas con los vicios privados”, cada vez, la línea que los separa es más débil, por lo que los profesores deben serlo siempre, en la sala y en la calle, como decía Gabriela Mistral.

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