El gobierno tiene un concepto anquilosado de la educación que nada tiene que ver con la excelencia, sino más bien con una noción acientífica de la inteligencia humana. Bien estaba hace cincuenta o setenta años considerar que un niño era más excelente que otro en función de sus notas, y digo que estaba bien porque se creía, erróneamente, que la inteligencia solo se expresaba de una manera, o sea, mediante la acumulación de conocimientos que proporcionaba el estudio, medidos en un examen. Esto trajo como consecuencia que se confundiera la exigencia con los exámenes, y éstos con la excelencia.
No podremos crear una educación de calidad sin enmendar las inequidades que por tanto tiempo han estado incrustadas en nuestras escuelas y ello implica que tenemos que dar más a quienes más necesitan, colocar los mejores recursos humanos donde se requiere un mayor despliegue de capacidades. La palabra clave es incluir. Incluir a los que por generaciones han estado postergados de los beneficios del progreso, de la estabilidad socio económica, de los adelantos científicos, tecnológicos y del conocimiento. Si el objetivo de los liceos de excelencia fuese que el 5% de la matrícula de más bajo rendimiento sea la beneficiada, entonces sí sería una iniciativa moderna, a favor de la equidad educativa y la inclusión social.
A la excelencia no se llega, sino que es el punto de partida. No cabe esperar un alumnado excelente cuando el entorno está caracterizado por la suciedad, el descuido; cuando los profesores están desmotivados o a punto de estarlo por el escaso reconocimiento profesional y social que reciben en sus escuelas; cuando no hay medios didácticos, falla la comunicación con las familias y los planes de estudio son inflexibles y, por tanto, imposibles de adaptar a las necesidades de los alumnos. La excelencia debería ser contagiosa y caer en cascada desde los equipos directivos a los profesores, y de éstos a los estudiantes. Si tuviésemos un sistema educativo adaptado a la realidad de la persona de la que nos informan las distintas ciencias; si además dispusiéramos de libertad para adaptar los planes de estudio a las necesidades reales de nuestros alumnos; si las escuelas y liceos se vieran libres de las exageradas rigurosidades ministeriales y las universidades formaran maestros exigentes con ellos mismos en cuanto a conocimientos, talento y creatividad; si todo esto se diera, no habría necesidad de proponer ideas novedosas para alcanzar la excelencia para unos pocos y olvidarse de la mayoría.