La naturalidad con que se asumen las prácticas selectivas de los establecimientos escolares es uno de los síntomas más graves de nuestro desigual sistema educativo. Cuando ya todos los académicos y políticos, transversalmente, están de acuerdo con que la educación chilena es segregada, el siguiente paso es tomar conciencia de que es un problema.
La segregación educativa consiste en la distribución de los estudiantes en los establecimientos educacionales según su estatus socioeconómico, es decir, según el ingreso económico de la familia. En un país como el nuestro, que se sabe es uno de los más desiguales del mundo, se esperaría que la educación sirviese para impulsar la movilidad social. Sin embargo, diversos estudios han demostrado que esto no ocurre, sino que al contrario, el sistema educativo produce más desigualdad al separar a los estudiantes por su origen social, de manera más pronunciada que lo que están separados por barrios, por ejemplo. Concretamente, la segregación se expresa en que los dos primeros quintiles de menos ingresos de la población chilena lleva en un 80% a sus hijos a escuelas municipales; los quintiles tercero y cuarto entre un 60% y un 80% a particular-subvencionados; mientras un 88% de los alumnos del quintil más rico van a colegios particular-pagados.
Los investigadores están de acuerdo que las principales causas de la segmentación de los estudiantes se origina sobre todo en las prácticas selectivas de los establecimientos. Estas prácticas son fundamentalmente dos: la selección y el Financiamiento Compartido. La primera permite a escuelas y liceos excluir a estudiantes por mal rendimiento académico, por mal historial de comportamiento o por credo religioso; en concreto, provoca un “coladero” en que aquellos niños, niñas y jóvenes que ninguna escuela quiere educar, terminan juntos en los colegios que no seleccionan. Por su parte, el Financiamiento Compartido discrimina por la capacidad de pago a las familias, excluyéndolas con el único motivo de no tener dinero. Ambas prácticas selectivas, para peor, están permitidas en las leyes chilenas y son permanentemente legitimadas por las autoridades políticas, medios de comunicación, y así, por las propias familias. Mientras no sea el Estado el que asuma que son negativas y, por lo tanto, las erradique de los establecimientos, será entonces el propio Estado el que siga promoviendo la segregación.
La segregación escolar dificulta que todos accedan a una educación de calidad y no permite que todos los niños y las niñas tengan las mismas oportunidades de aprendizaje. Al no encontrarse estudiantes de distintos estratos sociales, la experiencia formativa es muy pobre y se pierde la posibilidad de estimularse en la diferencia. A su vez, es fundamental entender que este fenómeno no es un problema exclusivo de las escuelas más pobres, sino de la totalidad de un sistema educativo que se empobrece sin excepciones. Superar la segregación socioeducativa, por lo tanto, es un desafío del que debemos hacernos cargo como país. No caben dudas respecto de las graves consecuencias democráticas que la segregación trae a nuestro sistema educativo y, así también, al conjunto de nuestra sociedad. Para avanzar hacia una sociedad justa e igualitaria, es necesario superar la segregación y alcanzar una educación de calidad para todos.
No se puede negar un avance en la nueva Ley General de Educación (2009) que establece, por ejemplo: que “es deber del Estado velar por la igualdad de oportunidades y la inclusión educativa, promoviendo especialmente que se reduzcan las desigualdades derivadas de circunstancias económicas, sociales, étnicas, de género o territoriales, entre otras” que “en los procesos de admisión de los establecimientos subvencionados o que reciban aportes regulares del Estado, que posean oferta educativa entre el primer nivel de transición y sexto año de la educación general básica, en ningún caso se podrá considerar en cada uno de estos cursos el rendimiento escolar pasado o potencial del postulante”; que “no será requisito la presentación de antecedentes socioeconómicos de la familia del postulante.
¿No sería interesante que en un país tan preocupado por la calidad de su educación nos preguntáramos si realmente estamos dispuestos a que, con dinero del Estado, se sigan financiando injusticias?