Hemos perdido dos años, y como todo pareciera indicar, serán cuatro. Poco y nada se ha realizado para mejorar el sistema educacional: hemos sido espectadores de la caída de dos ministros en tan poco tiempo, que la estabilidad de las políticas implementadas a partir de mediados de los noventa pareciera estar sucumbiendo o a lo menos perdiendo la solidez argumentativa que le caracterizaba. En efecto, por un lado, mientras se discutía lo que han denominado “una nueva arquitectura” para la educación chilena, las escuelas y liceos han quedado abandonados y a la suerte de las iniciativas de los propios directivos y sostenedores, por otro, el Ministerio aparece ensimismado en otro tiempo.
Han vuelto los viejos problemas que creíamos superados: deterioro de la infraestructura escolar debido al insuficiente financiamiento para mantener un programa de mantención y reparaciones que supere el deterioro; lentitud en la distribución de los textos de apoyo a los estudiantes y profesores; desorden administrativo y falta de control en el proceso central del financiamiento del sistema, como son las subvenciones; inexistencia de una política sólida y coherente de perfeccionamiento que supla las debilidades tantas veces señaladas de nuestros docentes; y ahora, estancamiento en los logros de aprendizaje de los estudiantes y falta de claridad comunicacional para dar cuenta de los resultados y de estrategia de aprovechamiento de la información al interior de las comunidades escolares.
Todo esto que pareciera un desastre, bien podemos convertirlo en una gran oportunidad para asumir las responsabilidades que el Ministerio ha dejado de lado. Las escuelas están solas, pero puede ser la gran oportunidad para que los municipios especialmente, asuman el papel de organizadores, orientadores y promotores de ambiciones mayores, para que lideren en cada una de sus comunas un proceso de reconstrucción de un modelo de gestión educativa pública, pluralista, tolerante e inclusiva, pero que además, incorpore responsabilidades por los procesos administrativos y pedagógicos, con definiciones para una política de recursos humanos de largo plazo, con estándares exigentes, públicos, medibles, y que puedan ser juzgados con mayor objetividad por la ciudadanía.
Las familias más modestas, necesitan con mayor urgencia una educación de calidad para sus hijos; la promesa de una mejor educación en el futuro no posibilita ni una continuidad educativa ni una inserción laboral efectiva hoy. Es preciso que tomemos decisiones osadas: no hay que esperar la dictación de una norma para cambiar las prácticas de gestión escolar; para que nuestros docentes tengan una preparación académica de alto nivel ni para que tengan practicas de desempeño más rigurosas. Hay cambios urgentes que no requieren nuevas inversiones, pero si un liderazgo del cual carece nuestro sistema educativo: mayores exigencias académicas a nuestros estudiantes secundarios y universitarios (me da pena, por no decir vergüenza –porque no es culpa de ellos-, ver en un programa de concursos por una gira de estudios, que tampoco es tal, la ignorancia más elemental de nuestros jóvenes secundarios); o flexibilidad para destinar a los mejores docentes a las escuelas y cursos que más lo requieran.
Nuestro sistema requiere de las capacidades institucionales, pero también de los sentidos necesarios que posibiliten la movilización de las voluntades de los docentes de nuestro país por ser partes de una transformación profunda en nuestra sociedad, que vincule su esfuerzo no sólo con la ganancia personal, sino con lo más íntimo de su ethos profesional, con la transformación y construcción valórica de una sociedad que progresa con ellos, que los instala en un futuro predeciblemente accesible, pero también lo suficientemente optimista como trabajar con pasión. Aquí hay mucho que hacer, tanto para recompensar socialmente como para posibilitar el trabajo y estadía tranquila y grata de nuestros docentes en los establecimientos escolares.
La insatisfacción profesional es en nuestras escuelas un factor que entorpece la posibilidad de cambios, pues es inexistente la capacidad de los directivos de promover el consenso entre los ideales profesionales y las exigencias de resultados que hoy hace la sociedad al quehacer docente. Docentes motivados motivan más a sus alumnos y estos aprenden más; docentes en los cuales se confía mejoran su autoestima profesional y se sienten reconocidos. Este es un círculo virtuoso al cual debemos incorporar a nuestros docentes: si confiamos en ellos, lo harán con sus alumnos, tendrán mayores expectativas, pues existe una relación recíproca de mutua motivación.

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